A finales de los años ochenta del siglo XX, la situación de España parecía obra de un autor cómico: era una democracia, pero tenían un rey y un presidente electo socialista. La combinatoria obedecía a la historia de la propia España: la república y la guerra civil que terminó con la derrota de los republicanos y con la dictadura de Franco, luego, el aparente fin de la dictadura y una “transición a la democracia” pactada entre la dictadura, monarquista y fascista, y una sociedad que obtiene elecciones libres y un presidente, pero mantiene la monarquía y sobre todo la impunidad de los militares, una democracia tutelada no solo por los militares, sino por los poderes de facto que no cayeron con el “fin de la dictadura”. Cualquiera puede ver que es mejor vivir sin la dictadura, pero si lo mira bien, la dictadura no se va del todo: los militares están ahí como los baluartes de la España monárquica, nostálgica de las cruzadas y los “mata- moros”.
Luego vinieron las “transiciones a la democracia” del Cono Sur, con la chilena pinochetista como paradigma. Hay un plebiscito, gana el “No” y Pinochet se va, pero se quedan la Constitución pinochetista (la del primer país neoliberal en el mundo, antes que Inglaterra y Estados Unidos) y también los militares intocables. Incluso los ex opositores a la dictadura que llegan al poder continúan el neoliberalismo y reprimen a los movimientos populares, como para que los amos no piensen que a la democracia le tiembla la mano.
¿Existe una “justicia transicional”? Si alguna hay, es muy limitada, porque las clases conservadoras, las poseedoras de los capitales, las que tienen el apoyo del ejército, no son derrotadas, acaso son limitadas, un poco. O no.
Las sociedades, los pueblos, siguen luchando, van logrando justicia en algunos casos, pero domina la fuerza de la inercia, la de los militares que piden mantener su inmunidad e impunidad y se mantienen activos y poderosos.
En México la “transición a la democracia” es todavía más “asintomática”. La clase política se nutre de las propias células del tejido priista envejecido. El PRI se convierte en una clase política metapartidaria que tiene sus miembros dispersos en casi todos los partidos, excepto el PAN. El PRI se empaniza adoptando el neoliberalismo y sus definiciones de “democracia” y el PAN se mimetiza con el PRI al llegar al poder y “aprender” a hacer fraude.
También aquí los militares son el “fiel de la balanza”, de los presidencialismos débiles, casi posmodernos, y sumamente desacreditados, México regresa a su raíz: el Príncipe (como dirían Rhina Roux y Adolfo Gilly, con base en Maquiavelo y Gramsci) o como decía el marxismo del siglo XX: el bonapartismo, el cesarismo plebiscitario inspirado (Alfonso Romo lo dijo, y Obrador jamás lo desmintió) en el colombiano Álvaro Uribe.
Y “paradójicamente” las “transiciones a la democracia” fortalecen el papel de los militares: en México, crece con Calderón, se mantiene con Peña y se potencia a niveles insospechados con Obrador.
Las transiciones son débiles en sus elementos de “justicia transicional” (desde antes de asumir el poder, Obrador pedía a las víctimas perdonar por anticipado), pero son fuertes en la protección de poderes fácticos, especialmente en proteger a la corporación supuestamente apolítica de las fuerzas armadas.
Estas transiciones pactadas con bajas calorías democráticas y alto contenido en continuidad y en militares hacen a pensadores como Frei Betto llamar a esta era “pos democracia”. Una era cuyo contenido es corpocracia, el poder de las corporaciones, entre ellas las fuerzas armadas y, ante todo, gatopardismo: todo tiene que cambiar para que permanezca igual.
¿Podemos culpar a quienes se muestren insatisfechos o decepcionados con estas “pos democracias”?